El Coronel Cuevas subió a lo alto de la colina y con voz estentórea dijo – ¡aquí!.
De inmediato llegaron las máquinas que abrieron las calles y los obreros que construyeron las viviendas.
Tres meses después la ciudadela estaba lista. En la inauguración sonaba un mariachis con “Yo sigo siendo el Rey” y luego, emocionado pero sin llorar ni demostrarlo, el Coronel Cuevas trepó al escenario y anunció: “hoy empieza la historia de la primera comunidad del mundo habitada solo por hombres y nuestras inseparables criaturas de compañía, las mujeres. Esta ciudadela – añadió con el aplauso de todos – es el primer territorio libre de putos del universo!”.
El cura Gervasio, bendijo el pueblo, con el interesante detalle de una hoja de parra como herramienta de aspersión del liquido bendito. “ Se reata el hilo de la historia bíblica “ se le escuchó decir, añadiendo que “ posiblemente nosotros salvaremos al mundo de la maldición de su holocausto con el meteorito “Ajenjo” que ya enfilaba hacia nuestra tierra.
¡ Detened oh Dios vuestra furia divina!”.
- Queasisea- gritaron al unísono.
Con el correr de los años, la calma histórica retornó a la comunidad.
La odiosa cuestión de la discriminación, tan enarbolada por los pueblos libertinos, pasó a llamarse “corrección comunitaria”; los minusválidos volvieron a las siempre acogedoras piecitas del fondo, los hombres del pueblo retornaron a la honorable práctica de los hijos de familia y los hijos naturales y siempre había suficiente leña para ignorantes de la ley de Dios, mujeres promiscuas, endemoniados y putos que pudieran nacer.
Las mujeres renunciaron a su derecho al voto- esa burda experiencia mundana de sacar a las varonas de la cocina - que solo sirvió para procrear lesbianas por todas partes.
Los curas volvieron a tener sobrinos, los niños volvieron a respetar la siesta, los jóvenes ya no respondían a sus padres, se canceló por decreto el demonio del internet ; los derechos humanos eran, apenas, una hedionda cicatriz del deplorable mundo entregado al pecado.
Las mujeres procrearon, cocinaron y rezaron; en sus pocos ratos libres se reunían con otras mujeres casadas a conversar sobre sus empleadas y los hombres reasumieron la dignidad del trabajo, los asuntos políticos y dedicaron sus ratos libres al sano esparcimiento - para adultos- en discretos templos de meretrices a extramuros.
La vida volvió a la santidad, la sumisión y al temor de Dios; y nunca mas la varonil fragancia de los sobacos fue combatida de nuevo por ningún maricón desodorante en aerosol.
…
Treinta años después, en su lecho de muerte, el padre fundador, el Coronel Cuevas, delirando de fiebre - y apartando con un gesto a su desconsolada esposa Josefina- convocó al inseparable ayudante, el Teniente Antonio y tomándolo de la mano, susurró con agónica dulzura:
- “ Tony, nunca dejes que derriben el eucaliptus donde tallamos nuestros nombres”.
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