El cerro de Gabriel.
Nació
allí. Vivió su vida de mitaí entre el pedregal, el viento sur y los árboles con
copas inclinadas hacia el norte. Aún recordaba a algunos pobladores indígenas
que subían a veces a cazar hasta la cintura del cerro, de relumbrones le
volvían las memorias de dos o tres encuentros con aquellos hombros y mujeres
recios, tan dueños del sitio, conversando con su padre y una vez discutiendo
por ciertos hábitos de entrar sin permiso a la pequeña propiedad de la familia.
Ese
cerro era el único mundo conocido por Gabriel. Nunca fue a la escuela, ni bajó
a misa. Prefirió, tomar el hacha y la azada y asumir el viejo rol de labriego
de su padre, muerto tan temprano, confundido por una expedición de Pastor
Coronel con algún guerrillero escondido tras un frustrado atentado contra el
dictador. Nunca se olvidó de aquella mañana de 1976. El golpeteo de una
metralleta, la corrida entre los matorrales y los 10 policías de civil, mirando
a su padre yerto, como un venado, con los ojos abiertos de muerto.
Pasaron
muchos años. Murió su madre y sus hermanos fueron lejos, jamás le escribieron
porque no podía leer. Vivia de la tierra, del maíz, la mandioca, el poroto, los
pocos frutales. Las pocas provistas que necesitaba (y aun las pilas para su
viejo transistor) era la paga que recibía por el permiso de caza de sus amigos
de abajo que todos los fines de semana buscaban conejos, aves, lagartos.
La
pequeña casa, que alguna vez fue de horcones de madera y paja, fue reemplazada
hacía 20 años por paredes de piedra. Estaba en la cima, protegida por un abrazo
de arboles viejos y una docena de robustos pinos que le trajeron unos agentes
del ministerio de agricultura a principios de los 80. En los ventarrones del
sur, al llegar el frío, o en las tormentas del norte los fines de año, esos arboles armaban una bulla inmensa,
semejante a voces gigantescas que narraban todos los dolores del universo.
Frente
a la casa había un limpiada de tierra negra donde en las siestas de invierno o
en las tardecitas de verano, Gabriel se sentaba, con la jarra de aluminio
baqueteada por el tiempo, a tomar su terere. Le encantaba mirar arriba y sentir
como las cotorras traían sus noticias de la siesta en los añosos arboles
oscuros, luego giraba el rostro hacia sus pinos donde no posaba ave alguna.
Pensaba en la sabiduría de la naturaleza que bajaba sus aves en los arboles sin
sonido, mientras los pinos, que quejaba sus troncos y aullaba sus ramas y sus
hojas permanecía siempre desiertos de pájaros.
Un
día de fines de los 90, llegaron estos jóvenes. Tomaban fotos y estaban felices
de mirar el valle que se veía magnifico desde arriba. Le ofrecieron una paga
por permitir que la gente pudiera llegar hasta la cima, y sentarse en bancos
que pretendían instalar para mirar lontananza. ¿ Y me pagaran solo por mirar?,
se pregunto Gabriel. Si, solo por mirar, le respondieron. ¿Pero seguro que no
quieren también mandioca o zapallos de mi huerta?. Uno de los visitantes, le
palmoteo el hombro y reitero: no, le pagaremos una entrada solo por permitir
que la gente llegue a su casa y se siente a contemplar el valle desde arriba.
Nosotros instalaremos bancos, unos baños y con eso basta.
Gabriel
aceptó sin comprender aun la dimensión de la propuesta. En pocas semanas
estaban instalados los bancos, los baños y la gente empezó a llegar. Llegaban
los fines de semana. No eran muchos, gente respetuosa. Ni hacían fogatas ni
cocinaban, solo llegaban a sentarse y contemplar. Al terminar le dejaban una
paga y volvían.
Así
siguió todo la primavera y el verano, y el otoño. Las visitas declinaron en
invierno, no tanto por el frío como por las dificultades del camino mojado por
las lloviznas de Julio.
Fue
un domingo de esos, de soledad, cuando Gabriel, salió por primera vez a mirar
su valle, en 40 años. Se sentó en el banco,
cerro los ojos, primero, para sentir aquellas fragancias que una canción que escuchaba en la radio
prometía en estos versos:
Oiméne hyakuã põrã
yvytu cerro-gui oúva
amambái ryakuã
oguerúva
ka'aru ro'ysã põrã.
Luego
abrió sus ojos y empezó a recorrer el mundo que se abría abajo, las
ondulaciones de un caminito que subía donde él, los faldones verdes de arboles
serios y praderas frescas en escalones hacia abajo, los pueblitos de pocas
casas con sus rojos techos de teja, las
vacas, el arroyo lejos muy lejos con su agüita de cielo.
Fue
cuando decidió que era tiempo de tomar ese camino, descubrir el mundo allá a
sus pies, y , por sobre todo, ver como se ve su cerro, desde donde vive la
gente.-
Augusto dos Santos
Incienso y choripán. Ag.13
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