lunes, 20 de mayo de 2013

De palomas, musgos y olvidos.


 

De palomas, musgos y olvidos.


El otoño había llegado con la alfombra de hojas de bronce sobre los bancos húmedos de la plaza del puerto. Nadie habitaba este sitio de árboles centenarios salvo 12 palomas cobardes, desacostumbradas de atención, huérfanas de jubilados.
Las plazas cuando se deshabitan, se arrinconan, se grisean  y  se asemejan a esa parte de los cementerios que envejeció con sus mausoleos sin visitantes y habita mundos de testimonio de sus historias del ayer, como un rincón de un museo.
La plaza quedo a un costado de todo, se fue achicando en colores, primero se fueron sus niños, niños con voces, con camisas de colores, con pasos de prisa, con pelotazos y esas maldiciones infantiles que solo se pueden desperdigar en una plaza, lejos de la madre represora. Después se fueron los estudiantes. Los besos de estudiantes. Desaparecida del lugar, la pasión, condenaron a muerte a los bancos, que  como la cal de los sepulcros nunca más despintaron sus verdes pinturas nuevas en las faldas ni en los pantalones de nadie y su gesto estético impecable empezó a lucir grotesco en medio del gris, como un paladar nuevo en un vaso, en la mesa de noche.
Y se fueron los jubilados después. No volvieron porque se murieron. O por que el barrio se fue. O porque el estacionamiento del hipermercado que daba a los mejores descansos de sol en el oeste ya no permitía silencios, o porque el nuevo edificio corporativo cargó con el sol a sus espaldas y dejo un solo dedo negro y grueso cruzando con un vaho de humedad y frio, por el caminero central. O porque finalmente decidieron que vivan en otras casas donde el saludo mañanero de  un sereno reemplaza el beso de prisa de los hijos y una enfermera asume la memoria de sus medicinas.
Luego se fueron las palomas habitués. Estas que llamaban  por su nombre a los jubilados y que hablaban con ellos  y que se conocían con insólita eficiencia las fechas de cobro y coreaban tangos viejos con los viejos. Palomas viejas, veteranas de caserones y campanarios, sumidas en los cuarteles de invierno de las palomas que - por el contrario de lo que sucede con la gente-  pone a sus viejas palomas a vivir sus últimos días comiendo de la mano del afecto, mirando niños y escuchando música de músicos de violonchelo y sombrero en el piso.
La reemplazan unas palomas nuevas, de primera camada, de las que giran por sitios haciendo pasantías de palomas, sin ganas de perder el tiempo con amistades imposibles. Palomas que priorizan su carrera y que saben que fraternizar en un sitio asi les vendrá, desde luego, al final de sus tiempos. Palomas que alzan deshilachados vuelos cuando escuchan los pasos.
Un día no volvieron los obreros municipales, hartos de sacarle el lustre a la ausencia. Y entonces empezaran a llegar, recuperando su sitio originario, desde el fondo de la tierra, las malezas. Empezaran a brotar en simultaneo,  levantando el costillar de las veredas, adornando la sombra de los bancos, hasta conquistar los hombros y el sombrero del  héroe de bronce, aguardando que  en tres semanas, una alfombra de musgos vista su  húmedo verde de gala para  la silenciosa fiesta del olvido.-
Augusto dos Santos. 31/may/12

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