De palomas, musgos y olvidos.
El otoño había llegado con
la alfombra de hojas de bronce sobre los bancos húmedos de la plaza del puerto.
Nadie habitaba este sitio de árboles centenarios salvo 12 palomas cobardes,
desacostumbradas de atención, huérfanas de jubilados.
Las plazas cuando se
deshabitan, se arrinconan, se grisean y se asemejan a esa parte de los cementerios que
envejeció con sus mausoleos sin visitantes y habita mundos de testimonio de sus
historias del ayer, como un rincón de un museo.
La plaza quedo a un costado
de todo, se fue achicando en colores, primero se fueron sus niños, niños con
voces, con camisas de colores, con pasos de prisa, con pelotazos y esas
maldiciones infantiles que solo se pueden desperdigar en una plaza, lejos de la
madre represora. Después se fueron los estudiantes. Los besos de estudiantes.
Desaparecida del lugar, la pasión, condenaron a muerte a los bancos, que como la cal de los sepulcros nunca más
despintaron sus verdes pinturas nuevas en las faldas ni en los pantalones de
nadie y su gesto estético impecable empezó a lucir grotesco en medio del gris,
como un paladar nuevo en un vaso, en la mesa de noche.
Y se fueron los jubilados
después. No volvieron porque se murieron. O por que el barrio se fue. O porque
el estacionamiento del hipermercado que daba a los mejores descansos de sol en
el oeste ya no permitía silencios, o porque el nuevo edificio corporativo cargó
con el sol a sus espaldas y dejo un solo dedo negro y grueso cruzando con un
vaho de humedad y frio, por el caminero central. O porque finalmente decidieron
que vivan en otras casas donde el saludo mañanero de un sereno reemplaza el beso de prisa de los
hijos y una enfermera asume la memoria de sus medicinas.
Luego se fueron las palomas
habitués. Estas que llamaban por su
nombre a los jubilados y que hablaban con ellos
y que se conocían con insólita eficiencia las fechas de cobro y coreaban
tangos viejos con los viejos. Palomas viejas, veteranas de caserones y
campanarios, sumidas en los cuarteles de invierno de las palomas que - por el
contrario de lo que sucede con la gente- pone a sus viejas palomas a vivir sus últimos
días comiendo de la mano del afecto, mirando niños y escuchando música de
músicos de violonchelo y sombrero en el piso.
La reemplazan unas palomas
nuevas, de primera camada, de las que giran por sitios haciendo pasantías de
palomas, sin ganas de perder el tiempo con amistades imposibles. Palomas que
priorizan su carrera y que saben que fraternizar en un sitio asi les vendrá,
desde luego, al final de sus tiempos. Palomas que alzan deshilachados vuelos
cuando escuchan los pasos.
Un día no volvieron los
obreros municipales, hartos de sacarle el lustre a la ausencia. Y entonces
empezaran a llegar, recuperando su sitio originario, desde el fondo de la
tierra, las malezas. Empezaran a brotar en simultaneo, levantando el costillar de las veredas, adornando
la sombra de los bancos, hasta conquistar los hombros y el sombrero del héroe de bronce, aguardando que en tres semanas, una alfombra de musgos vista
su húmedo verde de gala para la silenciosa fiesta del olvido.-
Augusto dos Santos.
31/may/12
Me encanto!!!!!!!
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