Siameses
unidos por un beso.
No necesitó terminar ese café para comprender que lo
que empezaba era una historia de amor. Por sobre sus hombros Adrian miraba la
bahía de Asunción en la única tarde fría de diciembre, con los dedos de lluvia
danzando desde el sur.
En rigor fue poner sobre la mesa todas esas cartas de
seducción que se acomodan favorables una sola vez en la vida con tanta tibieza,
un lujo de jugada – de ambos- un ajedrez
magistral.
Ya no existen esos lazos, Valeria y Adrian caminan hoy, distanciados por las
circunstancias, aunque no se ha retirado de esos instantes en que la soledad se
posa sobre los hombros de la gente, esa deliciosa hora del día en que ella y
él, se cruzan en viceversas memorias, como un tren que no termina.
Nunca tuve un amor así – me dijo Adrian - y ojala que no vuelva a sucederme. El
mundo ha construido alrededor de mi y alrededor de ella demasiadas cosas para evitar
que volvamos a habitar esa isla. En este
barco que nos rescato del lapsus volvemos por estos tiempos, como un castigo
social, engrillados, esclavos del mundo, obligados al trabajo forzado de la
normalidad.
Atrapados en celdas distintas, cada vez que nos cruzamos
la mirada- sin embargo- la dignidad se burla de la hipocresía en la inútil
misión de poner en pretérito el verbo persistir, que mudando una ere y sacando
una pe, todos los días y en la mas loca clandestinidad, se convierte en
resistir.
Valeria volvió a su casa, a su familia y se juraron
mil veces que solo esperaban que ambos que sean felices, en una poderosa simbiosis de
afecto e hipocresía. Se juraron también mil veces, que como en todas las
historias de amor del mundo, el olvido termina por expedir los tickets del
nunca mas, y se enseñaban en la memoria los pasajes del viejo tren a Sapucai
que un día recogieron del piso de una estación abandonada y lo compartieron
como símbolo del rumbo que soñaban.
Ambos supieron por mucho tiempo que soltarse las manos
era necesario. Lo que no supieron es
como hacer para que no se apague el sol cuando ello suceda.
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