Un instante de niñez de vacaciones..
Cuando niño, caminaba hasta los altos barrancos de la Colonia Mburica, en ese recodo del rio Paraguay donde mi padre tenia una pequeña propiedad. Contaba con diez años y eran mis vacaciones.
A esa edad uno es un estorbo para los primos mas grandes que se dedicaban a tareas mas salvajes como luchar en el rio, cazar bichos en el monte. Hasta la pesca era una tarea aburrida para esos primos que iban mas allá de la adolescencia y a quienes escuchaba en risotadas y maldiciones lejanas que el campo sabe como subir a las alas del viento y llevarse lejos.
Yo aprovechaba esos momentos de soledad para sentarme a esperar. No tan cerca del borde de las barrancas que tenían como vida propia y un día se cansaban de esperar y se derrumbaban rio adentro.
Yo esperaba a los barcos. Enormes. Barcos de ultramar que subían o bajaban de Asunciòn con sus motores a marcha fluvial y a veces lentos, como a camalote. Me fascinaba preguntarme que ocurría al interior de esas monstruosas construcciones tan blancas como la cocina a querosene de la casa.
Un par de sonidos podían vulnerar la sorda monotonía de su bramido ronco: la disonancia de algún metal, una campana a veces, alguna cadena otras, y el potente y triunfal saludo al jefe del Puerto de Mburica donde moraba mi tio Nenito. No estaba en edad todavía para pensar que el mismo bocinazo, con la misma fuerza estentórea sonaba en Rotterdam y sonaba en una aldea de tres casas colgada en esa cintura de rio que miraba hacia la otra costa de arena y jacarés dormidos al sol.
Para nosotros todos eran Barcos Holandeses. No estoy seguro si porque en realidad lo eran o porque en general portaban esa bandera.
El segundo acto de un barco que transcurría en el horizonte era una especie de testamento de poder que dejaba cuando ya se perdía en el codo del rio. Era cuando en volumen creciente llegaban las marejadas de su potente desplazamiento, cada vez mas altas, voluminosas y ruidosas a golpear con fuerza en las barrancas. A derrotarlos a veces o casi siempre, con una porción de muralla de tierra barrosa y colorada que caía derrotada y teñía metros de rio, al tiempo en que con repetida constancia los moradores sempiternos de sus huecos, los rojos cangrejos, salían con una velocidad imposible a salvar sus pellejos y a esperar que la oleada siguiente los devolviera a la costa.
Un rato después la calma retornaba con precisión de reloj y el rio volvía a ser un espejo horadado solo por múltiples dorados que danzaban su fugaz aparición. De purísima y oro, el cielo y el sol vigilaban todo con la paciencia de dios.
El olor a la torta frita de mi abuela Catalina indicaba que era tiempo de volver al hogar, al amor de mi madre, a las fantásticas historias de mi padre, aguardando que un poco después los primos y mi hermano retornaran con el cobre oscuro de la aventura como rastros de tempera en sus rostros de mita-i guasú de vacaciones.
La merienda y el ocaso nos reunía en asamblea. El cansancio no impedía que los chicos se ocuparan de la manufactura redonda del bodoque de arcilla que en la noche descansaba sobre los techos para solidificarse al viento y se aceraba con los primeros soles. La previsión balística para el día siguiente era una obligación de hierro y un gesto de responsabilidad lindante con el sentido de la sobrevivencia en el monte. Unos pocos kilómetros de monte alrededor de la casa del rio de la abuela.
Los últimos en retirarse eran las voces polifónicas de los carayá de la orilla de enfrente que parecían reclamar el silencio de este escaso caserío una vez que la noche refugiaba a sus pobladores.
A veces, Simón, Martillo y otros perros ladraban a algún espectro que congeniaban en dibujarles falsamente la luna y el suave viento nocturno de la primavera. Otras veces solo ladraban por la misión de señalar que no dormían a sus serios amos que tras apagar una radio de ondas cortas con alguna emisión remota se sumaban al sueño de todos.
Las aves se ocuparían mas tarde de despertarnos al nuevo día.
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